Si te paras un segundo a pensar, ella es como dar un salto de fe: ella es mirar el vacío que se extiende desde la azotea de un rascacielos que cae y empapa la tierra como una cascada; ella es esa fuerza que te obliga a cerrar los ojos y a avanzar un pie
—el derecho o el izquierdo ya es cosa de tu elección—
y mantenerlo en el aire;
ella es el aire que inhalas despacio y que enfría poco a poco tu cuerpo hasta que alcanza sus pulmones, porque, para entonces, es ella la que se ha adueñado de tu piel y tu corazón no late para darte vida a ti, si no a ella que, sin tu saberlo, habrá tomado el camino de vuelta y recorrerá de nuevo tu tráquea y la exhalarás por los labios tan dulcemente que, con los ojos cerrados y la mente anestesiada no podrías saber que ya estás descendiendo hacia el más temible de los abismos.