No es por echarme flores, pero yo sé cómo ellos se sienten el uno por el otro. Tal vez sean las chispas que les envuelven que han quemado todas las salas de fiesta de Madrid. O quizá, la forma en que se agarran de las manos; podrían sostener en ellas una ciudad entera durante toda su vida y que no les faltase agua. Sé de las descargas eléctricas que les envuelven, juntos eran un desfibrilador que podía abastecer el corazón de todos los parados de amor. Sí, yo lo veo hasta en sus mensajes, sin emoticonos pero con muchos puntos y seguidos; con cartas diarias en el buzón de sus sábanas escritas con tinta invisible de «yo te quiero». Yo sí, pero ellos no. Ellos solo las sienten, piensan que están en su cabeza y no en la del otro, derritiendo el poco juicio que les queda —furor amoris—. Para él es imposible entender cómo se remueven las mariposas del estómago de ella, si las suyas no paraban de nacer. Para ella es imposible entender cómo él aguanta el equilibrio, si cada vez que ella le veía se le caía el mundo .
Sí, para él era jodidamente imposible. Da igual cuanto lo intentase imaginar otros ojos que no fueran los suyos, otra sonrisa que brillara más que la de ella o la suavidad de otro pelo que no fuese el que le rozaba la nariz con cada beso. ¿Cómo ella siendo tan preciosa, inteligente, perfecta, podría estar con un idiota como él?
Amaba la forma en que se sonrojaba cuando le decía lo guapa que estaba con ese vestido hippie que se ponía sistemáticamente todos los jueves, o como rozaba sus pies cuando llegaba a la parte interesante de algún libro que estuviera leyendo aquella semana. Adoraba su particular forma de hacer las cosas, siempre diligentemente torpe aunque le echase o no su jefe la bronca por la mañana en la oficina. Apreciaba cada intento de superación en la presentación de sus cenas románticas o al elegir una película lo suficientemente cómica para él y romántica para ella. Le apasionaba su inocente sentido del humor y su increíble puntualidad. Da igual cuánto hablasen, minutos, horas, días que sumasen semanas, nunca se aburría con ella, cada conversación era un best seller nuevo en su vida, de su género favorito: su cuerpo.
Sí, él no lo entendía. Da igual cuanto lo pensase, para él era imposible entender como aquella persona podía haberse enamorado de alguien como él. Él no, pero ella sí. ¿Cómo no iba a querer al chico más maravilloso, decidido, valiente, que conocía?
Amaba la forma en la que le abrazaba por las noches cuando jugaban entre las sábanas, en tierra de nadie y de los dos, sin reglas ni banderas blancas, sin meta que no fuese la de besarse una y otra y otra vez hasta quedarse dormidos a mitad de una partida de ajedrez que siempre acababa en tablas. Adoraba su risa contagiosa o esos ruidos que hacían en la cama, juntos, o la forma en que la divertía todos los días con sus malas imitaciones aunque estuviese profundamente cansado. Apreciaba cada paseo, cada cita sorpresa que le regalaba los viernes por la noche, en la cual el destino era lo último que le importaba a ella. Le apasionaba su increíble sentido de la justicia, siempre dispuesto a dejarse la piel por sus amigos, a recibir las balas sin pedir antes el chaleco. Da igual cuanto hablasen, minutos, horas, días que sumasen semanas, nunca se aburría con él, cada conversación era un nuevo documento clasificado que solo conocía ella y el título era su nombre.
Algo que ninguno entendía; con cada palabra, aprendían más del otro y, con cada beso que se robaban mientras dormían, se enamoraban más. Era de esperar. Eran almas gemelas.